Por Juan José Morales
Desde la más remota antigüedad, pasando por la Edad Media y el Renacimiento, la imaginación humana ha creado monstruos de todos tipos y tamaños. Además ha creído en su existencia real, sin tomar en cuenta que son producto de la fantasía desbordada.
Los sciápodos tienen una sola pierna y caminan a saltos, pero son más veloces que cualquier bípedo; además, cuando se sientan, pueden levantar esa única extremidad y usar su enorme pie como paraguas o parasol. Los blemianos, en cambio, carecen de cabeza y tienen el rostro en el pecho; en tanto que las largas orejas de los panesios, les llegan más abajo del codo; por su parte los cinocéfalos, con cabeza de perro, no hablan sino que ladran.
Tales eran algunas de las extrañas criaturas que 4 siglos antes de nuestra era habitaban la India, según testimonios del médico persa Ktesias. Megástenes, embajador del rey babilonio Seleucus I ante la corte de Chandragupta, también se refería a esos seres fantásticos en sus informes diplomáticos y agregaba que una raza de sciápodos se distinguía porque su monopié apuntaba hacia atrás.
Mencionaba otras razas igualmente extrañas, como los hiborios, que vivían 1,000 años; los panesios, cuyas inmensas orejas les servían para dormir -una de colchón y la otra como frazada-; y ciertos hombres sin boca con el olfato tan desarrollado que para alimentarse les bastaban los aromas de frutas, flores y carne asada.
IMAGINERÍA DESATADA
Hoy, todo eso movería a risa, pero durante 2,000 años, desde la Grecia clásica hasta fines del siglo XVI, ya bien entrada la época de los grandes descubrimientos geográficos, la mayoría de los europeos -incluso gente ilustrada- creyeron en la existencia de semejantes seres.
Los más conocidos eran los cíclopes, con su único ojo -que podía estar en la frente o el pecho-, pero había toda una constelación de monstruos de los más variados tipos: peludos, lampiños, con uno, 3 o 5 ojos, sin ojos, cuadrúmanos, con labios descomunales, pico de ave, orejas de elefante o cuernos de cabra, con 8 dedos en cada mano, o con bocas tan diminutas que sólo podían alimentarse por medio de pajillas.
Algunos eran mezcla de humano y animal, como los hombres perro que se decía habitaban en Libia; o una combinación de animales, como los grifones, mitad león y mitad águila. Más aún: los había que en verano eran lobos y en invierno hombres.
A la difusión de estas fábulas contribuyó el hecho de que los literatos y naturalistas de aquellas épocas escribían de oídas y no por observación directa. De buena fe daban por ciertas las imaginativas descripciones de los viajeros y las avalaban con su autoridad.
Homero nunca dudó de la existencia de cíclopes, gigantes y pigmeos. Herodoto llegó a situar geográficamente a las diferentes razas de monstruos; y su contemporáneo Empédocles afirmaba muy seriamente que brazos, piernas troncos y cabezas humanas podían existir por separado y combinarse entre sí o con partes de animales para formar toda suerte de criaturas, a cual más asombrosa.
En la Roma clásica, Plinio el Viejo enlistó en su monumental Historia naturalis docenas de monstruos, algunos tan singulares como los esenos, que vivían sin compañía femenina pero aun así se reproducían.
La imaginación desatada alcanzó su cumbre en la Edad Media. El hombre del medievo, ignorante y confinado en los estrechos límites del feudo -donde podía pasarse la vida entera dentro de su aldea-, estaba dispuesto a creer todo lo que se dijera sobre la existencia de monstruos, si aun los sabios de la Iglesia discutían vivamente sobre su origen y naturaleza.
LEYENDAS TEOLÓGICAS
Sobre 2 puntos cruciales -la existencia misma de los monstruos y su naturaleza humana-, San Agustín puso las cosas en su lugar después de un sesudo análisis: podía haber razas de monstruos y todas descendían de Adán.
Sobre cómo habían adquirido sus deformes rasgos, los teólogos medievales tenían una explicación muy simple: Satán había pervertido sus almas a tal punto que les hizo cambiar de apariencia externa, como ocurrió al impío rey Nabucodonosor, al que le crecieron plumas en vez de pelo y garras en vez de uñas.
Otros teólogos sostenían que aquellos seres habían sido creados por el demonio para sembrar la confusión entre los hombres; y no faltaron las explicaciones pretendidamente científicas: los monstruos provenían de las antípodas (el inframundo), que de algún modo escalaron el borde del mundo -plano, según creían entonces-, y lograron colarse hasta este lado.
También había opiniones más indulgentes: en la Gesta romanorum -una colección de fábulas moralistas- se decía, por ejemplo, que los blemianos, carentes de cabeza, eran la encarnación de la humildad; y los panesios de inmensas orejas, un modelo de devoción porque escuchaban la palabra de Dios.
Tanto era el interés por los monstruos en la Edad Media, que, en el siglo VII, Isidoro de Sevilla dedicó un volumen entero de sus Etimologías -una de las primeras obras de carácter enciclopédico-, a describir las diversas razas y las regiones del mundo que habitaban. Nació así el mito del Homo monstrosus.
Finalmente las leyendas se centraron en el mítico reino del Padre Juan, del que comenzó a hablarse en el siglo XII y se creía estaba en África, la India o el Asia central, sin que nadie lo situara jamás con precisión.
En ese reino imaginario decían que se hallaba la fuente de la eterna juventud. Allí habitaban, además de seres humanos, todos los monstruos concebibles.
Muchos viajeros que aseguraron haber visitado esa tierra, la describieron vívidamente -el último fue quizá el inglés Edward Webbe en 1590-, y su búsqueda contribuyó a los grandes viajes de exploración del siglo XVI. El propio Colón creyó haber pasado cerca de ella, en su obsesión por encontrar la ruta de las Indias.
Fuente:
http://marcianitosverdes.haaan.com/2009/03/el-mito-del-homo-monstrosus/
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